El origen de la dictadura franquista se halla en un golpe de Estado contra el régimen legalmente constituido de la II República. Una rebelión militar que contó con importantes apoyos de las organizaciones políticas de la extrema derecha y de la derecha antirrepublicana, y con el beneplácito de la jerarquía eclesiástica. La rebelión militar, al no conseguir inmediatamente sus objetivos, derivó en una larga guerra civil, a cuya cabeza se colocó una junta militar – Junta de Defensa Nacional- que se formó el 24 de julio de 1936, autoproclamándose los militares que la configuraban titulares de todos los poderes del Estado, poderes que transfirieron al General Franco el 29 de septiembre del mismo año y que éste no declinó hasta su muerte.
En segundo lugar, ha de tenerse en cuenta asimismo que la represión franquista presenta dos formas: una, la ejecutada de manera directa, arbitraria e indiscriminada, pero con el conocimiento y la aceptación de los jefes militares, para limpiar la retaguardia de todas las personas que consideraban enemigas. Buenos ejemplos de esta forma de represión son las ejecuciones cometidas en Galicia, Castilla León y Canarias y las realizadas por el ejército en su avance hacia Madrid –columna de la muerte– en las provincias de Huelva y Badajoz. Este tipo de represión se aplicó durante la guerra civil y los días que duró el desconcierto al final de la misma. La otra forma de represión es la que se ajustaba materialmente al Código de Justicia Militar, pero advirtiendo también que el golpe de Estado había supuesto en la zona controlada por los rebeldes la anulación de las reformas introducidas en dicho código por el Gobierno de la República, decretando la vuelta íntegra al de 1890 el 31 de agosto de 1936.
Esta segunda forma de represión comenzó también a aplicarse durante la guerra civil en la zona franquista a medida que iban controlando la retaguardia y que se generalizó al final de la misma en la zona que se mantuvo leal a la República. Hay que tener presente que las unidades del ejército franquista que acamparon en las diversas plazas del territorio republicano se denominaron, según la documentación interna, ejército de ocupación, como si tratara de la conquista de un país extranjero.
El Código de Justicia Militar [CJM] fundamenta y regula una jurisdicción especial; es decir, que cuenta con tribunales específicos, juzgados propios y procedimientos que la alejan meridianamente de la justicia ordinaria. Los tribunales militares encargados de impartirla se denominaban consejos de guerra que, de acuerdo con el artículo 50 del CJM, estaban formados por un presidente y seis vocales, uno de los cuales actuaba como ponente, más el fiscal y el abogado defensor. Todos ellos pertenecían a la carrera militar, incluido el abogado defensor, y no era necesario que tuvieran formación jurídica; pero dependían de la jerarquía militar, tanto en lo jurídico como en lo resolutorio. En lo jurídico, el auditor (asesor de la autoridad militar) supervisaba el procedimiento y a la vista de la sentencia proponía o no su aprobación a la máxima autoridad militar de la plaza; y en cuanto a lo resolutivo, el general comandante de la plaza aprobaba la sentencia y ordenaba la ejecución. Los consejos de guerra, dependiendo de la categoría de los procesados, de los cargos políticos y de los puestos militares desempeñados, eran de dos tipos: los ordinarios, formados por jefes y oficiales del ejército (arts. 41-48), y los de oficiales generales, es decir, los formados por militares de la máxima jerarquía para juzgar a iguales en grado y a políticos del máximo nivel (arts. 50 y 53).
Para la celebración de los consejos de guerra se instruían los sumarios, y éstos eran también de dos tipos, dependiendo de la gravedad de los casos: sumarísimos de urgencia, los más graves, en los que se acortaban mucho los plazos, tanto para la instrucción como para la celebración de los consejos. Estos casos, según el CJM (arts. 649 y 651), tenían un tratamiento semejante al de los detenidos que habían sido descubiertos o sorprendidos “in fraganti”. El segundo tipo de sumarios eran los ordinarios, que suponían plazos más largos para la instrucción y, por lo tanto, la disposición de más tiempo para la obtención de pruebas de descargo y para preparar la defensa. Los sumarios se abrían con el atestado de la detención y las denuncias contra el encartado y contenían las declaraciones del detenido, las de los testigos de cargo y las de los testigos de descargo, los informes de las autoridades locales y de la policía, el auto de procesamiento firmado por el juez, la calificación de los hechos realizada por el fiscal y, por último, el acta del consejo de guerra, la sentencia y la ejecución.
Pero aplicar el procedimiento seguido contra el flagrante delito militar a los republicanos represaliados suponía una dificultad lógica difícilmente salvable; por lo que la legislación franquista se anticipó mediante el decreto 55, de 1 de noviembre de 1936 (BOE, Burgos, 5 de noviembre), cuando el ejército rebelde se hallaba acampado a las puertas de Madrid y se esperaba la inminente ocupación de la capital y, por lo tanto, los instrumentos represivos debían estar preparados. En este decreto se ampliaba el concepto de ser sorprendido “in fraganti” de manera que no fueran precisos la observación o percepción directa de los hechos objeto del sumario ni el “conocimiento de los delitos incluidos en el Bando que al efecto se publique por el general en jefe del ejército de ocupación” (art. 3). La observación directa de tales hechos podría suplirse por declaraciones fidedignas de testigos (art. 4), otorgando a los jueces militares la facultad de aceptar las pruebas a su libre arbitrio así como “la apreciación de las circunstancias atenuantes o agravantes de los delitos” (CJM, art. 173). Finalmente, por una orden del 25 de enero de 1940 se establecía un catálogo de cargos militares y políticos republicanos y las penas con las que serían castigados, así como aquellas penas de muerte que no podrían ser conmutadas. En el grupo primero del anexo de dicha orden se decía que no podían ser conmutadas las penas de muerte que recayeran sobre los miembros del Gobierno, diputados, altas autoridades y Gobernadores civiles rojos sentenciados por rebelión, sobre los masones calificados que hayan intervenido activamente en la revolución roja y sobre los instigadores a asesinar aunque no ejercieran autoridad.
La instrucción del sumario pasaba por dos fases: la primera, la instrucción propiamente dicha, estaba a cargo de un juez instructor militar y concluía cuando éste consideraba haber realizado “todas las diligencias para la comprobación del delito y averiguación de las personas responsables” (CJM, art. 532); y segunda, la de plenario, que suponía, previa la intervención del auditor, el envío de la documentación al fiscal militar para que precise los hechos, haga la calificación penal y proponga la pena a imponer a los acusados (art. 542), y el nombramiento del defensor. Cumplidos estos requisitos, el juez instructor leerá los cargos al acusado en presencia del defensor, quien tenía muy limitada su intervención en este acto ya que “podrá tomar las notas que crea necesarias de lo que presencie y oiga, teniendo derecho a protestar de las ilegalidades que a su juicio se cometan, pero sin dictar las respuestas al acusado ni usar de la palabra en vez de éste” (art. 548); por lo que la presencia del defensor redundaba muy poco en la mejora de la situación del procesado. A partir de este acto, si el acusado no solicitaba nuevas pruebas o, incluso, solicitándolas, el sumario pasaba al consejo de guerra (tribunal) para la celebración de la vista.
En los consejos de guerra de 1939 y 1940 el plazo entre la lectura de los cargos y la celebración de la vista se acorta de tal manera que aún habiendo solicitado nuevas pruebas no había tiempo material para presentarlas; además, al fiscal y al defensor se les entregaba la documentación pocas horas antes de la vista; es decir, parecía que la sentencia estaba decidida de antemano, siendo insignificante lo que el fiscal y el defensor pudieran aportar ante el tribunal. La vista era pública pero se celebraba sin testigos de la acusación ni de la defensa. Sólo intervenían el vocal ponente, el fiscal y el defensor, y a los acusados se les preguntaba de manera protocolaria si tenían algo que añadir; en la mayoría de los casos se abstenían pero cuando añadían algo se hace constar en el acta que no aportaban nada significativo a lo recogido en los autos.
José Antonio Martín Pallín, a propósito del consejo de guerra contra Lluis Companys sintetiza el procedimiento de la siguiente forma:
“En los consejos de guerra no hay debates, no hay testigos, no hay peritos, no hay nadie. El secretario lee fundamentalmente informes policiales, todo lo que se ha acumulado fuera, al margen, sin intervención del acusado (…) El defensor pone un poco de lenitivo en la petición y no pide la pena de muerte, porque ya sólo faltaba que el defensor pidiese la pena de muerte”.
A los procesados se les acusaba de alguna de las modalidades de rebelión militar: adhesión, auxilio y excitación (CJM, arts. 238 y 240), y se castigaban: la adhesión a la rebelión desde la pena de muerte a los 20 años y un día de reclusión mayor, el auxilio con la reclusión menor (de 20 años a 12 años y un día) y la excitación o inducción con penas de prisión mayor (de 12 años a seis años y un día).
Estos procedimientos judiciales, han sido calificados, y no sin razón, como justicia al revés por imputar el delito de rebelión militar a quienes se habían mantenido leales al régimen legalmente constituido. El fundamento de esta aberración judicial se halla en el golpe de Estado del que deriva el régimen franquista aunque los militares rebeldes tratan de mistificarlo acudiendo a la ley de orden público de julio de 1933 al referirse a la declaración del estado de guerra (arts. 48 y 56-57) y a la anticuada ley constitutiva del ejército de 1878, en cuyo artículo 2º se dice que “la primera y más importante misión del ejército es sostener la independencia de la Patria, y defenderla de los enemigos exteriores e interiores”; pero sin observar que en ambos casos la intervención del ejército precisaba del mandato del gobierno de la nación. Los militares estuvieron asistidos en esta operación por los juristas y jueces que les eran afectos y por la jerarquía eclesiástica que recuperó la vieja teoría escolástica del tiranicidio trasmutada como derecho a la rebelión y actualizó el concepto teológico de cruzada como guerra santa. Esta mistificación teórica se concreta en los considerandos de las sentencias de los consejos de guerra al declarar reiteradamente, como aparece ya en una sentencia pronunciada en Medina del Campo (Valladolid), a finales de 1936, que “… desde el momento en que el ejército se alzó en armas el 17 de julio último, adquirió de hecho y derecho el poder legítimo, lo mismo en su origen que en su ejercicio y, por consiguiente, convierte en rebeldes a todos los que a dicho movimiento se oponen…”.
Con la citada orden del 25 de enero de 1940 se trataba de sistematizar las penas que imponían los consejos de guerra y, lo que era más importante, iniciar el proceso de conmutación de penas con la creación de unas comisiones provinciales de examen de penas y el establecimiento de unos criterios aplicables para la conmutación o la exclusión, especialmente en las de muerte, reclusión perpetua y reclusión mayor. Esta orden se puso en funcionamiento por otra del Ministerio del Ejército de 12 de marzo de 1940 y las comisiones provinciales comenzaron a revisar las sentencias pronunciadas por los consejos de guerra entre julio de 1936 y el uno de marzo de 1940, excluyendo aquellas en las que había recaído pena de muerte. Las pronunciadas después de esta fecha serían revisadas por el propio consejo de guerra. En 1941 fueron indultados unos 40.000 presos que cumplían condenas de hasta 12 años de prisión y en 1943 fueron excarcelados los condenados hasta 20 años de reclusión; pero esta ampliación de la excarcelación mediante la conmutación de penas y la concesión de la libertad condicional debe ponerse en relación con la ley de responsabilidades políticas de 19 de febrero de 1942 que modificaba la anterior de 9 de febrero de 1939, como se verá a continuación.
Con la ley de responsabilidades políticas de 9 de febrero de 1939, el mismo día que el gobierno de Negrín pasaba la frontera francesa después de la ocupación de Cataluña por el ejército franquista, se creaba una jurisdicción especial, cuya competencia se extendería a todos aquéllos que “contribuyeron con actos u omisiones graves a forjar la subversión roja, a mantenerla viva durante más de dos años y a entorpecer el triunfo, providencial e históricamente ineludible, del Movimiento Nacional”, tal como reza el preámbulo y elevando a la categoría de mito fundador una de las falacias con las que se justificó el golpe de Estado. La ley, afirmaba el mismo texto de manera cínica, “no es vindicadora sino constructiva, atenúa, por una parte, el rigor sancionador, y, por otra, busca, dentro de la equidad, fórmulas que permitan armonizar los intereses sagrados de la Patria con el deseo de no quebrar la vida económica de los particulares”.
Pero la creación de esta jurisdicción especial no suponía la inhibición de los tribunales penales militares (consejos de guerra) sino que, más bien, funcionarían coordinados entre ellos hasta el punto de que la forma más habitual de abrir un expediente por responsabilidades políticas era con la certificación de la correspondiente sentencia del consejo de guerra contra el encartado; con lo que se contradecía uno de los principios fundamentales del derecho, según el cual nadie podrá ser juzgado más de una vez por el mismo delito.
Como jurisdicción especial y específica del régimen franquista, encargada de “liquidar las culpas” que indujeron a la inevitabilidad de la rebelión militar y las adquiridas por la resistencia que ofrecieron los republicanos leales, los tribunales estarían compuestos por representantes del ejército, de la magistratura y de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, el partido franquista, las tres instituciones que actuaron como fundamento coactivo, ideológico y político de la dictadura.
La ley retrotraía su competencia hasta el uno de octubre de 1934 para ajustar las cuentas a los implicados en el movimiento subversivo de aquel año y la extendía sin límite temporal a todos los que “se hayan opuesto o se opongan al Movimiento Nacional con actos concretos o con pasividad grave” (art. 1); a continuación, reitera la declaración de fuera de la ley de “todos los partidos y agrupaciones políticas y sociales” que formaron el Frente Popular a comienzos de 1936 y de todas las organizaciones que se les adhirieron y apoyaron (art. 2); y en el artículo 4º se expone un amplísimo catálogo de actuaciones que implicaban cualquier forma de colaboración activa o pasiva con las autoridades o la legalidad republicana desde el estallido de la rebelión militar. Por último, en el artículo 8º se expresaban las sanciones que podrían imponer los tribunales de responsabilidades políticas: las restrictivas de la actividad, referentes a la inhabilitación para desempeñar cargos públicos; las limitativas de la libertad de residencia como el destierro y el confinamiento (en casos excepcionales los tribunales pueden proponer al gobierno la pérdida de la nacionalidad española del inculpado, art. 9); y las económicas, que se impondrían en todos los casos (art. 10). Las responsabilidades políticas a las que se refería esta ley prescribirían a los 15 años (art. 17).
Como ley con la que se creaba una jurisdicción especial dedica un número importante de artículos (arts. 18-34) a las cuestiones organizativas: creación de tribunales (nacional y regionales), juzgados instructores provinciales, administración y relación con las audiencias y los juzgados civiles especiales. Asimismo destina una parte relevante del articulado (arts. 35-78) al procedimiento, del que aquí se destacarán varios aspectos: primero, la incoación del expediente que, como ya se dijo, puede hacerse mediante la certificación de la sentencia del tribunal militar, por iniciativa del tribunal regional de responsabilidades políticas o por denuncia de cualquier persona natural y jurídica (art. 35). En las dos últimas modalidades cumplieron una función muy destacada las autoridades locales hasta el punto de que esta actividad delatora puede utilizarse como termómetro del celo represor que experimentaron. Segundo, la tramitación y fallo del expediente, que no se detendrían ni por el fallecimiento, la ausencia ni la incomparecencia del encartado (art. 46). Tercero, la remisión de informes firmados por las autoridades locales (alcalde, jefe de FET y de las JONS, cura párroco y comandante del puesto de la guardia civil) sobre los antecedentes políticos y sociales del encartado anteriores y posteriores al 18 de julio de 1936 (art. 48). Y cuarto, la presentación de una declaración jurada de los bienes que posea el encartado (art. 49, tercera), sobre los que se cargará la sanción económica que se imponga en la sentencia.
La aplicación de esta ley se encontró con importantes problemas de funcionamiento por el cuantioso número de expedientados y por el esfuerzo burocrático que exigía; de ahí que, teniendo en cuenta la función que estaban cumpliendo las comisiones provinciales de la revisión y conmutación de penas en orden a la reducción del número de presos, se promulgara una nueva ley de responsabilidades políticas de 19 de febrero de 1942, en la que se trataba de agilizar los trámites para la conclusión de los expedientes dando competencias para la tramitación a las audiencias provinciales y a los juzgados de instrucción y de primera instancia (art. 5); también se reducía ampliamente el número de expedientados al quedar exceptuados todos los no juzgados por este tribunal que hubieran sido condenados por los tribunales militares a penas de prisión que no excedan a los 12 años (art. 2) y se reducía asimismo el catálogo de actuaciones punibles del artículo 4º de la ley del 9 de febrero de 1939, a excepción de los juzgados por el Tribunal Especial de Represión de la Masonería y el Comunismo, fuera cual fuere su sentencia. Y por último, en cuanto a la sanción económica, objetivo principal de la ley de responsabilidades políticas, debían sobreseerse todos los casos en los que los bienes del expedientado “sumados a los del cónyuge y familiares que con él vivan” no superen las 25.000 pesetas. En estos casos el gobernador civil podría inhabilitar al expedientado para desempeñar cargos públicos por un tiempo no superior a los cinco años (art. 8), como sucedió en la totalidad de los casos. Mediante la combinación de la conmutación de penas y de la aplicación de esta ley de responsabilidades políticas se produjo un número muy cuantioso de sobreseimientos, en torno al 80% de los expedientes, entre junio de 1942 y el mismo mes de 1945. El 80% de los casos sobreseídos se dictaron a lo largo de 1943.
La tercera ley represiva en importancia es la referente a la masonería y el comunismo del uno de marzo de 1940. No es necesario insistir en lo que los dirigentes e ideólogos pensaban, empezando por el propio dictador, sobre estas organizaciones a las que consideraban causantes de todas las desviaciones que se habían adoptado en la que ellos llamaban “la verdadera España” durante las épocas moderna y contemporánea. En virtud de esta ley se creaba el Tribunal Especial de la represión de la masonería y el comunismo, que no daba lugar a una jurisdicción especial pero que actuaría en estrecha relación con el de responsabilidades políticas.
Esta ley convertía en delito pertenecer a la masonería o al comunismo (art. 1); situaba fuera de la ley a estas organizaciones, confiscaba sus bienes y los ponía a disposición de la jurisdicción de responsabilidades políticas (art. 2); definía a los masones y a los comunistas, a quienes, sin ningún interés por la precisión conceptual, confundía con los “trotskistas, anarquistas o similares” (art. 4); y establecía la pena con la que se castigaría este tipo de delito: la reclusión menor (de 20 años a 12 años y un día) a los afiliados o simples militantes y la reclusión mayor (de 30 años a 20 años y un día) a los dirigentes (arts. 5 y 3). Los condenados por este tribunal especial serían inhabilitados a perpetuidad para ocupar cargos públicos y sometidos a sanción económica de acuerdo con la ley de responsabilidades políticas de 1939 (art. 8).
Publicada esta ley, los que habían profesado masonería o comunismo dispondrían de dos meses para presentar una declaración de retractación (art. 7). Se consideraban circunstancias atenuantes informar sobre las actividades de la organización, sus dirigentes y correligionarios (art. 8), así como haber prestado servicios destacados al Movimiento Nacional (art. 10). Sobre el valor de las declaraciones y de las circunstancias atenuantes entenderá un tribunal de honor si los encartados son “militares profesionales de categoría igual o superior al de oficial de los ejércitos…” (art. 11); en los demás casos, será un tribunal especial “presidido por quien libremente designe el Jefe del Estado y constituido, además, por un general del ejército, un jerarca de Falange Española Tradicionalista y de las JONS y dos letrados, nombrados todos del mismo modo” (art. 12).
En las sentencias del tribunal especial de la represión de la masonería y el comunismo se mezclan todo tipo de acusaciones por las actuaciones durante la República y la guerra civil presentándolas como realizadas por inducción de las sectas masónicas o de la ideología comunista, con lo que una vez más se contradecía el citado principio fundamental del derecho. Asimismo, los juzgados de instrucción especial de responsabilidades políticas solicitaban la existencia de antecedentes masónicos de los encartados tal como consta en los expedientes.
A esta legislación y procedimientos represivos del régimen franquista han de unirse los numerosos procesos de depuración por los que pasaron los distintos cuerpos de la administración del Estado y miembros de los colegios oficiales: jueces y magistrados, maestros nacionales, abogados, médicos, etc, contra los que se incoaron expedientes y sumarios y que tuvieron que responder a las acusaciones que, en muchos casos, les habían imputado los tribunales ya tratados.
Glicerio Sánchez Recio
Universidad de Alicante