La represión y la violencia política durante la guerra civil y bajo la dictadura franquista ha sido uno de los aspectos del pasado reciente de España más controvertidos y discutidos. La investigación sobre la represión y el coste humano del conflicto civil ha sido el tema que más ha interesado y más polémicas ha provocado, sobre todo tras la publicación del libro del general Ramón Salas Larrazabal Los datos exactos de la Guerra Civil (Madrid, Ediciones Rioduero, 1980), cuantificación que hizo a partir del análisis de los registros civiles. La cantidad y la identidad de las víctimas, así como el carácter de la represión en las retaguardias, han sido desde entonces objeto de discusión, como ya sucedió en la obra del colectivo AFAN ¡¡No, General!! Fueron más de tres mil los asesinados (Pamplona, Mintzoa, 1984) –sobre la represión que los sublevados llevaron a cabo en Navarra– y el libro de Josep María Solé y Sabaté, La repressió franquista a Catalunya 1938-1953 (Barcelona, Edicions 62, 1985). Estos estudios fueron un ejemplo que siguieron otros exhaustivos trabajos territoriales, mientras que el tono de la polémica lo dio el trabajo de Alberto Reig Tapia, Ideología e historia. Sobre la represión franquista y la guerra civil (Madrid, Akal, 1986).

Los sucesivos estudios, sobre todo en relación con la represión bajo el «nuevo Estado» franquista, han ido incrementando sustancialmente las cifras de represaliados en la «zona nacional» (desde los 57.883 asesinados y ejecutados, según los cálculos de Salas Larrazabal) hasta alcanzarse una estimación incompleta de 81.905 (cifra computada en la obra coordinada por Santos Juliá, Víctimas de la Guerra Civil, Madrid, Temas de Hoy, 1999), 143.353 (según consta en el listado recogido por el juez Baltasar Garzón en septiembre de 2008, que afecta a los desaparecidos entre 1936 y 1955) y 130.199 víctimas (último balance establecido en Anderson, Peter y Del Arco, Miguel Ángel (eds.), Lidiando con el pasado. Represión y memoria de la Guerra Civil y el franquismo, Granada, Comares, 2014, a partir de 38 provincias estudiadas). Por su parte, las cifras de represaliados en la «zona republicana» han ido descendiendo desde las 72.344 computadas por Salas Larrazabal hasta las 37.843 establecidas en la citada obra Victimas de la Guerra Civil, quedando el cómputo en 49.272 víctimas (Anderson y del Arco, 2014, a partir de 33 provincias estudiadas).

Esos balances cerraron una primera etapa de estudios sobre la represión, que coincidió con un replanteamiento «revisionista» de la historia del período republicano. El revisionismo tuvo en Pío Moa a su principal artífice, quien publicó, a partir de 1999, una serie de libros que cuestionaban el proyecto republicano y situaban el origen de la guerra civil en los sucesos revolucionarios de octubre de 1934 (Moa, Pio, Los orígenes de la Guerra Civil española, Madrid, Encuentro, 1999). En segundo lugar, además del problema de las culpas en el estallido de la guerra civil, hay que precisar que ciertas afirmaciones sobre la represión republicana al reexaminarse los sucesos de Badajoz al ser ocupada la ciudad por las tropas «nacionales» y, sobre todo, el esgrimirse las matanzas de Paracuellos del Jarama y la realidad de las checas para subrayar el «terror rojo» (véanse, como ejemplo, los libros de César Vidal, Checas de Madrid. Las cárceles republicanas al descubierto, Barcelona, Belacqua/Carragio, 2003 y Paracuellos-Katyn: un ensayo sobre el genocidio de la izquierda, Madrid, Libroslibres, 2005).

El imaginario sobre el «terror rojo» fue establecido en buena parte a través de las pruebas y los testimonios reunidos en la Causa General. Por decreto de 26 de abril de 1940, se concedieron amplias facultades al Fiscal del Tribunal Supremo para que procediese a instruir la Causa General con el objeto de averiguar los hechos delictivos cometidos en todo el territorio nacional durante la «dominación roja». Ante la complejidad que fue adquiriendo la instrucción se estableció, por Decreto de 19 de junio de 1943, la designación de un Fiscal Jefe de la Causa General que, bajo la exclusiva y directa dependencia del Ministro de Justicia, quien asumió las facultades asignadas hasta entonces al Fiscal del Tribunal Supremo. La Causa General constaba de once piezas, de las que la pieza tercera trataba sobre «Cárceles y Sacas»; la cuarta, sobre«Checas»; y la quinta, sobre «Justicia Roja». Estas han sido las principales fuentes para el conocimiento de la represión de los centros de detención de las organizaciones políticas y sindicales de izquierdas en la guerra, principalmente en Madrid y Barcelona.

La apertura y el acceso a los expedientes de los tribunales militares, depositados en el Archivo General e Histórico de Defensa, creado por el Real Decreto 1674/2011, de 18 de noviembre, posibilitó una segunda etapa en la investigación de la represión bajo el «nuevo Estado» franquista. No sólo se están precisando las cifras de la represión de guerra y posguerra en base al número de encausados y condenados por los consejos de guerra, sino que los detalles de los expedientes judiciales muestran los términos de la cruda aplicación de una justicia política, además de dar a conocer testimonios y denuncias que formaban parte de la instrucción.

Acerca del carácter de la represión, Julius Ruiz, docente en la Universidad de Edimburgo, sostiene, en sus libros El Terror Rojo. Madrid 1936 (Madrid, Espasa, 2012) y Paracuellos. Una verdad incómoda (Madrid, Espasa, 2015), que la red de terror en la ciudad no fue creada por elementos incontrolables aprovechando el colapso de la autoridad del gobierno de la República ocasionado por la rebelión militar. La represión fue organizada así desde importantes sectores del régimen. Así, destaca que las sacas fueron ha insistido en los antecedentes violentos de muchos de los que perpetraron aquellos hechos y, sobre todo, en la existencia de una cultura política de exclusión , habitual en el periodo republicano, pero agudizada durante el proceso electoral de febrero de 1936. El autor no se plantea explícitamente por qué el fenómeno de los centros de detención fue tan importante en Madrid. La respuesta pasa por contextualizar adecuadamente este fenómeno, pues el frente y la retaguardia fueron uno en la capital madrileña entre el 8 de noviembre de 1936 y el 23 de marzo de 1937. En ese tiempo, la batalla de Madrid alentó la confusión entre resistencia, propaganda y delirio colectivo entre los bombardeos sobre la capital y la sospecha contra el «quintacolumnismo». Es cierto que la aparición de una multiplicidad de poderes, respaldados algunos por la presencia institucional y todos por las organizaciones políticas y sindicales republicanas y de izquierda, obliga a considerar su responsabilidad en la represión. Pero la represión republicana hay que entenderla como una «espiral de violencia» en un contexto de guerra civil, es decir, fue una sucesión creciente de animosidad, que estuvo favorecida por el inicial descontrol estatal de los resortes de orden público tras el fracaso del golpe militar y la consiguiente fragmentación del poder. Se trató de un «Estado anómico», cuya debilidad institucional favoreció el desorden y que el desajuste del Estado de derecho creara vacíos por su falta de actuación directa. A partir de esta circunstancia, la violencia política estuvo impulsada por la propia lógica del contexto de guerra con el objetivo de controlar el territorio y el de eliminar a los enemigos potenciales, al tiempo que la actuación violenta estuvo cargada de un significado revolucionario por la aspiración de construir un orden nuevo, mientras que la violencia anticlerical estuvo motivada por la voluntad de destruir el poder simbólico de la Iglesia y su influencia social.

Como consecuencia del golpe militar, la justicia ordinaria de desmoronó en el estado republicano al ser considerada garante del orden tradicional por las organizaciones revolucionarias, que al llevar a cabo sus propias actuaciones en el campo de la administración de justicia dieron lugar a las primeras formas de la Justicia Popular; se trató de los comités revolucionarios de justicia, los tribunales revolucionarios y los comités de salud pública, que en nombre de la revolución llevaron a cabo una represión espontánea e ilegal. El 22 y 23 de agosto de 1936 unos milicianos asaltaron la Cárcel Modelo de Madrid y ejecutaron a una treinta de presos, algunos de ellos personajes significados en la vida política e intelectual. Estos crímenes de agosto (que anuncian los que sucederán en noviembre en Paracuellos  del Jarama) causaron una gran conmoción en el Gobierno. Para atajar la actuación indiscriminada de grupos de milicianos impartiendo su particular justicia, se dará entrada en los tribunales a los grupos sindicales y políticos más implicados en la defensa de la República. De manera urgente se aprobó, el mismo 23 de agosto, un decreto creando un Tribunal Especial en Madrid, que luego se ampliarían al resto del zona republicana con otro decreto de 25 de agosto, que regula su funcionamiento.

Estos Tribunales Especiales, conocidos más comúnmente como «Tribunales Populares» por ser tribunales de jurado, no aportaban ninguna modificación sustancial en el código penal vigente ni nuevos tipos de delitos o sanciones. Sin embargo estaban habilitados «para conocer de los delitos de rebelión y sedición y de los cometidos contra la seguridad exterior del Estado» y, mas tarde, para juzgar delitos de traición y espionaje, lo que implicaba sentenciar sobre la mayor parte de causas penales abiertas en tiempos de guerra: desafección, derrotismo, espionaje, adhesión y auxilio a la rebelión, infracciones en materia de abastecimiento, etc.

La gran diferencia con los tribunales de jurado conocidos en España hasta la fecha era que la elección de sus miembros correspondería a los Comités Provinciales de los partidos que integraban el Frente Popular así como a los sindicatos obreros implicados en la defensa de la República. Cada tribunal se componía de uno a tres funcionarios judiciales que ejercían como jueces y un número mínimo de ocho jurados. Evidentemente, esta era la cruz de la moneda: se trataba de órganos judiciales muy politizados y poca imparcialidad.

Bajo el mandato de Largo Caballero, apareció una serie de decretos que suprimían los controles y las milicias de vigilancia, unificaban la policía bajo el control del Ministerio de la Gobernación y  el Consejo Nacional de Seguridad y continuaron la adaptación y reorganización de la justicia a las nuevas circunstancias. Así, un decreto del 10 de octubre de 1936 establecía los Jurados de Urgencia, mientras que por otro decreto del 17 del mismo mes y año se creaban los Jurados de Guardia, siendo su labor complementaria de la ejercida por los Tribunales Especiales Populares.

Por su parte, la represión que llevaron a cabo los sublevados persiguió que una violencia implacable, que permitiera afianzar el golpe de Estado allí donde se impuso la rebelión militar. A ello contribuyó el «africanismo» de los militares rebeldes en sus acciones represoras y el colaboracionismo de las milicias de voluntarios y las denuncias por parte de la población civil. Al respecto, Julius Ruiz, en su tesis doctoral (publicada con el título La Justicia de Franco. La represión en Madrid tras la Guerra Civil, Barcelona, RBA, 2012, ed. or. en inglés de 2005), afirma que esta acción judicial no tuvo un «carácter exterminador» (Cfr. esta afirmación con la expuesta en otro sentido a propósito de la represión ilegal en la retaguardia «nacional» en Sevillano Calero, Francisco, Exterminio. El terror con Franco, Madrid, Oberon, 2004). Así, la actividad de los consejos de guerra se centró en los responsables de «crímenes de sangre» cometidos en la zona republicana, aunque el nivel probatorio de las  acusaciones fuera muy bajo. Pero hay que precisar que no solo se castigó según las responsabilidades derivadas de un delito, sino por la propia condición del autor del delito. Se trató esencialmente de la aplicación de un «derecho penal de autor». Por contra, estimo que la categoría interpretativa básica es la distinción entre amigo y enemigo, tal y como sucedió en la naturaleza política de los mecanismos represivos del «nuevo Estado» mediante la aplicación de un «Derecho penal del enemigo». Éste introdujo espacios de excepción en el ordenamiento jurídico para castigar como «enemigos» a un tipo de individuos clasificados como «desviados» respecto a las normas sociales de la tradición y el buen orden.

Francisco Sevillano Calero
Universidad de Alicante

Presos políticos en el Reformatorio de Alicante.