ARRÁEZ MARTÍNEZ, Luis (Almansa, 1897-Alicante, 1940) Madrugada del 12 de julio de 1940. Luis Arráez escribe sus últimas palabras desde el Reformatorio de Adultos de Alicante momentos antes de ser trasladado al campamento militar de Rabasa, donde será fusilado. Van dirigidas a sus cinco hijos, esposa y demás familia, y en ellas les dice que muere tranquilo con su conciencia y que pueden ostentar honradamente el apellido que llevan. El ser de sus últimas palabras adquiere una importancia significativa, pues era consciente de que, con las innumerables injurias de las que había sido objeto durante todo el proceso de persecución, captura, sumarísimo y condena a muerte, intentaban asesinar no sólo a la persona jurídica, sino a la moral, en un clima caracterizado por el profundo odio y las ansias de venganza que el Estado franquista supo canalizar a través de las instituciones civiles y militares para acabar con quienes habían sido declarados enemigos de la causa nacional.
Luis Arráez había nacido el 21 de abril de 1895 en Almansa (Albacete). De formación autodidacta, emprendedor y con unas arraigadas ideas socialistas, en su juventud se trasladó a Elda con el resto de su familia, donde comenzó su prolija actividad política dentro de la Agrupación Socialista local, a la que representó en los Congresos Extraordinarios de 1927, 1928 y 1931. Miembro de la Comisión Ejecutiva de la Federación Regional Socialista de Levante desde su Congreso Extraordinario de 1930, fue elegido concejal del ayuntamiento eldense en las elecciones del 12 de abril de 1931, cargo que compaginó con el de Presidente de la Agrupación Socialista de la vecina localidad de Petrer, en la que había fijado su residencia en 1930 para poner en práctica la Cooperativa Obrera de Calzado “El Faro”, experiencia contestada y boicoteada por los principales empresarios del ramo afincados en la localidad, que vieron disputada su situación de privilegio, a la vez que robustecida la posición obrera.
Hombre de confianza de Rodolfo Llopis y de la Federación Provincial Socialista, en abril de 1936 fue elegido, con 144.071 sufragios, compromisario para la elección del Presidente de la República por la circunscripción de Alicante, provincia en la que ocupó numerosos cargos de responsabilidad durante la guerra civil, como el de Vocal del Comité Provincial de Incautación de Industrias, Vocal suplente del Tribunal Popular y Presidente de la Excma. Diputación Provincial entre el 5 de octubre y el 10 de diciembre de 1936, cargo del que dimitió cuando fue nombrado Gobernador Civil de Málaga por el Gobierno de Largo Caballero.
Tras la pérdida de la capital andaluza por las tropas republicanas, fue nombrado Secretario General de la Federación Provincial Socialista de Alicante entre junio de 1937 y marzo de 1938, en que fue designado Comisario del CRIM n.º 10 y Batallón de Retaguardia n.º 6 de Alicante, donde permanecería hasta el final mismo de la guerra.
Comprometido en las tareas de evacuación, renunció a marchar en el Stanbrook y tras el abandono del Maritime intentó, junto a Miguel Villalta, obtener el asilo político del Consulado de la República Argentina. Tras serle negado, con la protección de algunos amigos y familiares pudo llegar a Elda a primeros de abril y posteriormente a Málaga, donde Josefina Gálvez (viuda del aviador Carlos Haya), en agradecimiento al trato recibido cuando como gobernador civil de Málaga la condujo hasta Valencia para ser canjeada por Arthur Koestler, se había comprometido a llevarlo hasta la ciudad de La Línea. Fue allí donde, provisto del salvoconducto del chófer personal de la familia Gálvez para pasar a Gibraltar, fue descubierto y detenido por agentes del cuerpo de policía de la Frontera Sur. Era el 19 de diciembre de 1939.
Para entonces Luis Arráez estaba ya en busca y captura, pues su proceso sumarísimo se había incoado a finales de agosto, consecuencia de una denuncia puesta por uno de los principales empresarios del ramo de la piel de Petrer. Desde el final de la guerra y, ahora sí, con todo a favor, las autoridades de su última localidad de residencia no cesaron en su empeño de acabar con Luis Arráez, y durante los meses que permaneció escondido prepararon el conjunto de cargos de los que sería acusado. En ellos, la imagen que se daba de Luis Arráez mezclaba la responsabilidad política con la criminal, combinando la descripción de los cargos que ocupó con una malévola interpretación de su actuación e invenciones que todavía hacían más abyecta su figura, hasta el extremo de que la fiscalía de guerra lo calificó como “peligrosísimo por su monstruosidad reflejada en su actuación durante todo el periodo rojo”.
Un estudio de las declaraciones de los testigos de cargo sugiere que fueron aprendidas y recitadas de memoria, pues las dieciséis realizadas por vecinos de Petrer presentan un mismo campo semántico y estructura gramatical, coincidiendo incluso en sus unidades y giros léxicos, independientemente del estatus social, edad, sexo y formación cultural de los testigos. Un ejemplo de ello es la referencia a su actuación como Gobernador Civil de Málaga, lugar donde ninguno de los testigos había estado, lo que no les impidió asegurar que “durante su actuación se sucedieron infinidad de hechos delictivos, todos ellos amparados y patrocinados por él”. Sólo una autoridad alicantina, el alcalde de Elda, confesaba desconocer en parte su actuación en Málaga, lo que no le impidió, sin embargo, añadir: “mas consta que indujo, como buen gobernante rojo, a la comisión de asesinatos y toda clase de hechos delictivos”.
La mayoría de las acusaciones –imprecisas y sin ningún tipo de prueba que las respaldara- estuvieron acompañadas, además, de descalificaciones hacia su persona, a la que consideraban: “de condiciones muy depravadas”, “de muy baja condición moral”, “de muy malos sentimientos”, “siempre dispuesta a realizar el mal”, “de aviesa intención”, o “de refinada maldad”. Además, se adaptaban a la relación que cada testigo de cargo o informante tenía con los hechos violentos sufridos en la localidad durante la guerra civil, como es el caso del cura párroco, quien en su informe para el Tribunal de Responsabilidades Políticas, además de considerarlo “el principal culpable de los muertos habidos en esta villa por Dios y por la Patria”, aseguraba que “dirigió la quema de la Iglesia y demás objetos pertenecientes a ella, siendo su domicilio depósito de los gases inflamables que emplearon”.
Ante la gravedad de las acusaciones, Luís Arráez no tuvo ninguna posibilidad de preparar su defensa ya que, tal y como denunció al Auditor de Guerra cuando solicitó la revisión de su expediente, había estado en situación de rigurosa incomunicación desde su detención hasta el 16 de abril, día en que se celebró el consejo de guerra, “privándome, por tanto, de los medios indispensables para poder buscarme los medios de defensa”. De hecho, cuando el mismo Juez Instructor de Responsabilidades Políticas se dirigió al Reformatorio de Adultos para leerle el pliego de cargos y tomarle declaración, no pudo hacerlo al no serle autorizado por el Director de la prisión, “dada la situación de incomunicación en la que se haya el procesado”.
Tras la sentencia, pues, la revisión de la causa era la única posibilidad que le quedaba para argumentar su defensa, por lo que, con gran escasez de tiempo y medios, preparó un detallado pliego de descargos y reunió distintos avales favorables, con lo que no sólo trataba de demostrar su inocencia, sino desmontar cada una de las injurias de las que había sido objeto su persona y “la falsedad de los sentimientos que se me atribuyen”, defendiendo en todo momento su “honradez y rectitud de proceder”.
Aun con la premura de tiempo, pudo conseguir varios testimonios favorables de vecinos de Málaga y de distintos municipios de la provincia de Alicante que demostraban la falsedad de las acusaciones y certificaban los beneficios y daños que había evitado durante el desempeño de sus cargos, considerándolo como “persona de gran caballerosidad, honrada y de buenos sentimientos, a pesar de sus ideas políticas, que exteriorizaba condenando toda violencia”. Además, solicitaba la práctica de nuevas diligencias, seguro de que “en todo momento se podrá comprobar la veracidad de lo expuesto, para que la justicia pueda ser aplicada con la serenidad y ecuanimidad que les anima”.
Sin embargo, nada de ello sería tenido en cuenta por el Auditor, como tampoco lo había contemplado una sentencia que se limitó a recoger la mayoría de las acusaciones formuladas por el Juez y la Fiscalía. No fueron contempladas, en cambio, las partes de los informes de las autoridades malagueñas que, pese a arremeter contra Arráez, no podían negar el hecho de que “había creado patrullas para controlar el orden público y acabar con los paseos, evitando asimismo la saca de presos”. La lógica del Auditor, que al negarse a revisar la causa despreciaba absolutamente las pruebas presentadas y los argumentos esgrimidos por Luis Arráez en su defensa, no era otra que la que meses antes había adelantado el Juez Instructor, cuando elevó el sumarísimo al Consejo de Guerra para su vista y fallo. En el mismo concluía:
“Manifiesta también en su indagatoria que por su intervención evitó la detención de varias personas y la libertad de otras, hecho este que no puede tomarse en consideración debido a la calidad depravada y malos sentimientos del inculpado”.
No importaba la verdad, quién era y cuál había sido la actuación de Luis Arráez en el desempeño de sus innumerables cargos de responsabilidad, sino impartir “justicia”, la justicia de Franco, cuyo objetivo fue descabezar la República, erradicar al enemigo político allí, en cada localidad, confiando el control de las mismas a los nuevos pilares del régimen. Y Luís Arráez sería para el nuevo régimen lo que éstos, –dueños de los instrumentos de coacción y desmemoria- dijeran. Así, si el cura párroco lo presentaba como “un malversador de fondos” que había dirigido la quema de la Iglesia, el comandante del puesto de la Guardia civil lo describía como un “hombre muy culto, astuto y de perverso instinto criminal”. El alcalde y jefe local de FET y de las JONS, por su parte, concluía que tratándose de “persona astuta y de fácil palabra, es muy peligroso para nuestra Santa causa”.
Son informes que muestran el profundo odio y rencor del que fue víctima Luis Arráez y que, desde el abuso de poder institucional, descargaron contra la indefensión de quién les había disputado y cuestionado la preeminencia social y política en los años treinta. El camino del Nuevo Estado se iba allanando. Con Luis Arráez, que había rechazado la violencia en sus escritos desde los años veinte, abogando por la bondad como principal y más eficaz postulado del Socialismo, desaparecía una de las cabezas más visibles de la República en Elda y Petrer, y el principal referente de la clase obrera.
Pedro Payá López Universidad de Alicante